En marzo del 2010 se cumplieron tres años de nuestra llegada, en los cuales por pura gracia, se ha podido servir a Jesús en las personas de estos enfermos.
En nuestro centro viven unos 40 enfermos que han padecido o están padeciendo la lepra y todas sus consecuencias. Algunos ya no pueden caminar, otros han quedado ciegos, otros padecen lesiones, heridas en manos y pies; por todo esto los ayudamos y asistimos en todo lo que podemos y en la medida que nos permiten hacerlo. Curamos sus heridas, lavamos y cosemos sus ropas, limpiamos sus pequeñas habitaciones. Nosotras por nuestra parte también procuramos además de la ayuda material, darles alegría y cariño. Ellos mismos nos han dicho que nuestro Dios debe ser bueno, porque nosotras que somos sus hijas somos buenas, nuestro Dios también lo es. De manera que, ellos van conociendo a Dios, su amor y su providencia por cada una de sus criaturas a través de nuestras actitudes y gestos. Los domingos y días de fiesta preparamos actividades especiales como juegos, cantos y hasta un poco de deporte. Quien se podría imaginar que una persona que anda en silla de ruedas, que ha perdido todos los dedos de sus manos y ya tiene más de 80 años espera con alegría que llegue el domingo para poder jugar a la pelota!
La vida en un leprosario no es nada fácil. Cuando se ha sido segregado de la sociedad, apartado de tu familia, obligado a llevar una vida de soledad y desamparos, ésta ya no tiene el mismo valor. Por el testimonio de los mismos enfermos a los que diariamente asistimos, sabemos que antes de nuestra llegada cada año morían dos o tres, a veces y en su gran parte por suicidio. Encontrándose en estado de abandono, sin ayuda y al no poder valerse por sí mismos, postrados por mucho tiempo, resolvían quitarse la vida. Uno de ellos a nuestra llegada ya había decidido hacerlo en poco tiempo. El mismo nos contaba que sin piernas, ya por más de veinte años y con algunas heridas que él consideraba incurables, suponía que no le quedaba mucho tiempo y por eso había resuelto abreviar aquello acabando con su vida. Y como él mismo relata: “Justo llegaron las hermanas. Curaron mis heridas y aquí estoy”.
En los pocos años que llevamos entre ellos hemos procurado acompañar a los moribundos, llevando todos los alivios posibles a sus sufrimientos. La primera fue una anciana que ya sin piernas y ciega no se podía valer por sí misma, o mejor dicho, al verla parecía increíble lo que todavía podía hacer por sí misma. Durante su agonía que se prolongó por una semana le procuramos todos los cuidados a nuestro alcance pese a la opinión contraria de los demás enfermos. Esta dedicación los impresionó, colaboró a ir, poco a poco cambiando su modo de pensar.
Antes de nuestra llegada nadie asistía a los enfermos agonizantes…simplemente porque los demás no podían hacerlo. Cuidar una persona en estado terminal requiere mucha fuerza además de los diez dedos de tus manos y no caminar con muletas o andar en sillas de ruedas.
Un día una de las hermanas escucha una conversación poco común. “Cuando yo llegue a ese estado, dice uno de los enfermos, no quiero que me cuiden” a lo que el otro responde: “Yo sí, ellas han venido de tan lejos…Yo si quiero que me asistan en esos momentos” Y los otros que intervenían eran de la misma opinión.
Percibimos que a causa del largo tiempo que han pasado en la soledad, en el abandono y toda clase de necesidades han ido perdiendo la conciencia de la propia dignidad. Es por eso que nosotras con nuestras palabras y nuestras obras debemos hacerles comprender cuán importante y valiosa es cada vida humana y como debemos cuidarla. Creemos que en ellos va creciendo la certeza que alguien los cuidará cuando lleguen al momento final, que no estarán solos, y esta convicción les infunde una pequeña dosis de esperanza.
Estamos convencidas que Dios bendecirá abundantemente lo que hacemos y así como la semilla un día se transforma en árbol, algún día (y aunque nosotros no lo veamos), esto dará su fruto. A nosotras, por nuestra parte nos corresponde el sembrar con generosidad.
Hna. Maria Cana
Agosto, 2010
Hna. Maria Cana
Agosto, 2010
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