domingo, 31 de octubre de 2010

Dar esperanza

 Escrito por la Hna. Maria Cana, religiosa argentina quién junto a tres compañeras trabaja en el centro de rehabilitación de lepra de Sishan en Minguang, provincia de Anhui.




En marzo del 2010 se cumplieron tres años de nuestra llegada, en los cuales por pura gracia, se ha podido servir a Jesús en las personas de estos enfermos.


En nuestro centro viven unos 40 enfermos que han padecido o están padeciendo la lepra y todas sus consecuencias. Algunos ya no pueden caminar, otros han quedado ciegos, otros padecen lesiones, heridas en manos y pies; por todo esto los ayudamos y asistimos en todo lo que podemos y en la medida que nos permiten hacerlo. Curamos sus heridas, lavamos y cosemos sus ropas, limpiamos sus pequeñas habitaciones. Nosotras por nuestra parte también procuramos además de la ayuda material, darles alegría y cariño. Ellos mismos nos han dicho que nuestro Dios debe ser bueno, porque nosotras que somos sus hijas somos buenas, nuestro Dios también lo es. De manera que, ellos van conociendo a Dios, su amor y su providencia por cada una de sus criaturas a través de nuestras actitudes y gestos. Los domingos y días de fiesta preparamos actividades especiales como juegos, cantos y hasta un poco de deporte. Quien se podría imaginar que una persona que anda en silla de ruedas, que ha perdido todos los dedos de sus manos y ya tiene más de 80 años espera con alegría que llegue el domingo para poder jugar a la pelota!

La vida en un leprosario no es nada fácil. Cuando se ha sido segregado de la sociedad, apartado de tu familia, obligado a llevar una vida de soledad y desamparos, ésta ya no tiene el mismo valor. Por el testimonio de los mismos enfermos a los que diariamente asistimos, sabemos que antes de nuestra llegada cada año morían dos o tres, a veces y en su gran parte por suicidio. Encontrándose en estado de abandono, sin ayuda y al no poder valerse por sí mismos, postrados por mucho tiempo, resolvían quitarse la vida. Uno de ellos a nuestra llegada ya había decidido hacerlo en poco tiempo. El mismo nos contaba que sin piernas, ya por más de veinte años y con algunas heridas que él consideraba incurables, suponía que no le quedaba mucho tiempo y por eso había resuelto abreviar aquello acabando con su vida. Y como él mismo relata: “Justo llegaron las hermanas. Curaron mis heridas y aquí estoy”.


En los pocos años que llevamos entre ellos hemos procurado acompañar a los moribundos, llevando todos los alivios posibles a sus sufrimientos. La primera fue una anciana que ya sin piernas y ciega no se podía valer por sí misma, o mejor dicho, al verla parecía increíble lo que todavía podía hacer por sí misma. Durante su agonía que se prolongó por una semana le procuramos todos los cuidados a nuestro alcance pese a la opinión contraria de los demás enfermos. Esta dedicación los impresionó, colaboró a ir, poco a poco cambiando su modo de pensar.

Antes de nuestra llegada nadie asistía a los enfermos agonizantes…simplemente porque los demás no podían hacerlo. Cuidar una persona en estado terminal requiere mucha fuerza además de los diez dedos de tus manos y no caminar con muletas o andar en sillas de ruedas. 
Un día una de las hermanas escucha una conversación poco común. “Cuando yo llegue a ese estado, dice uno de los enfermos, no quiero que me cuiden” a lo que el otro responde: “Yo sí, ellas han venido de tan lejos…Yo si quiero que me asistan en esos momentos” Y los otros que intervenían eran de la misma opinión.
Percibimos que a causa del largo tiempo que han pasado en la soledad, en el abandono y toda clase de necesidades han ido perdiendo la conciencia de la propia dignidad. Es por eso que nosotras con nuestras palabras y nuestras obras debemos hacerles comprender cuán importante y valiosa es cada vida humana y como debemos cuidarla. Creemos que en ellos va creciendo la certeza que alguien los cuidará cuando lleguen al momento final, que no estarán solos, y esta convicción les infunde una pequeña dosis de esperanza.
Estamos convencidas que Dios bendecirá abundantemente lo que hacemos y así como la semilla un día se transforma en árbol, algún día (y aunque nosotros no lo veamos), esto dará su fruto. A nosotras, por nuestra parte nos corresponde el sembrar con generosidad.


 Hna. Maria Cana
Agosto, 2010








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